jueves, 24 de diciembre de 2009

La sangre brota (2008), de Pablo Fendrik


La acción transcurre durante un día en la vida de una familia disfuncional en una Buenos Aires intimidante.
De igual manera que Ciudad de México en Amores Perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), la ciudad es un espacio de supervivencia, pero no solo para los más necesitados.
Como consecuencia de un sistema económico colapsado, aquellos que pertenecen a la clase media pueden ver hecho realidad el peor de sus miedos: no escapar a ese estado de vulnerabilidad y, de un momento a otro, ser arrastrados por un espiral de violencia.
Arturo (Arturo Goetz) es un taxista que intenta sobrellevar la rutina diaria escuchando un disco compacto con técnicas de relajación.
La indiferencia define las relaciones con su mujer Irene (Stella Galazzi) y su hijo menor Leandro (Nahuel Pérez Biscayart), un adolescente adicto que acostumbra deambular por las calles sin rumbo, a la deriva; cuyas breves presencias en la casa que habita junto a sus padres lo muestran como un intruso.
Madre e hijo tienen, cada uno por separado, un plan para escapar de esa asfixiante realidad: Irene, participar de un torneo sudamericano de bridge; y Nahuel, viajar a la costa atlántica bonaerense a vender pastillas de éxtasis con la finalidad de reunir dinero para desaparecer; tal como lo hiciera su hermano mayor Ramiro cuatro años antes.
Solo existe una dificultad: para concretar sus propósitos deberán adueñarse de la caja con los ahorros custodiada celosamente por Arturo.
Un inesperado llamado de Ramiro desde Estados Unidos pidiendo el envío de dos mil dólares en forma urgente para poder regresar, funciona como un disparador para Arturo, que hará todo lo que sea necesario para conseguir la suma solicitada y girar el dinero a su hijo, incluyendo destrozar (casi literalmente) lo que queda de su familia.
En la película de Pablo Fendrik nada parece suceder al azar y todo contribuye a incrementar esa sensación de caos y desprotección social que describen apropiadamente las escenas de la madre que abandona a su bebé entre cajas de cartón; el taxista que ataca a un pasajero que se rehúsa a subir a su taxi; o la niña indefensa ante un hombre mayor, destinada a prostituirse.
La sangre brota presenta la paradoja de hallar el defecto en la propia virtud: ser excesiva.
Distintas escenas tienen por objeto provocar: la secuencia del beso en que Leandro es mordido por Vanesa, o los primeros planos del rostro desfigurado de Leandro por la salvaje agresión de su padre.
Las actuaciones de Goetz y Pérez Bicayart tienen una intensidad arrolladora; cada mirada, cada gesto, es un mazazo dirigido al espectador; mientras que los roles secundarios están delineados de manera acabada, sobresaliendo Ailín Salas dando vida a Vanesa en el relato paralelo del local de reparación de celulares.
Los personajes son movidos por los impulsos más elementales. No hay comportamientos que tengan en cuenta al otro, sino gestos individuales disruptivos que se producen como estallidos o explosiones.
En cuanto al estilo, el cineasta abandona los largos planos secuencia de su filme anterior, El asaltante (2007), en favor de los cortes abruptos en el montaje, utilizados para unir las diferentes historias constitutivas de la narración y, al mismo tiempo, aumentar la sensación de vértigo.
El director Pablo Fendrik consigue un largometraje visceral, crudo, impactante, sin hacer manifiestas concesiones.
Todo el aparente suceso del cine argentino en los últimos años estaría justificado por películas como La sangre brota, una crónica que deja al descubierto una realidad alarmante y conduce a pensar en cuál es el límite de deterioro, de descomposición social, que una comunidad está dispuesta a tolerar.

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