viernes, 6 de marzo de 2020

Clímax (Climax, 2018), de Gaspar Noé

Basada en hechos reales aparentemente ocurridos en Francia en 1996, Clímax es algo así como la versión lisérgica de Fama (Alan Parker, 1980).
Empieza con las entrevistas propias de un casting para una compañía de danza, donde jóvenes bailarines de diversa pertenencia étnica y orientación sexual declaran su pasión por el baile.
A continuación, tiene lugar una coreografía moderna, de esas en las que los intérpretes se contorsionan y hacen todo tipo de movimientos que no recuerdan en nada al baile clásico.
A partir de ese momento, el director se dedica a exponer las relaciones entre esos jóvenes, reunidos en ensayos en el espacio cerrado de una escuela abandonada, regodeándose en diálogos banales, vacuos, carentes de interés alguno (la charla entre los dos jóvenes negros es graciosa).
La acción sigue en una fiesta electrónica y, en un momento dado, se suceden acusaciones cruzadas entre los jóvenes de añadir LSD a una sangría, y todo se sale de control, derivando en imágenes orgiásticas teñidas de rojo, el clímax aludido en el título, donde la muchachada entra en trance y posterior descenso al infierno.