
En su segundo largometraje, El rebelde mundo de Mia, según los acostumbrados desatinados títulos locales, la directora Andrea Arnold, tiene la pretensión de retratar a una inadaptada adolescente de nombre Mía (Katie Jarvis), que vive junto a una madre alcohólica y una precoz hermana menor, en un departamento de viviendas populares en los suburbios de Essex.
Heredera muy menor del realismo social británico, se puede pensar en el primer Ken Loach y, manifiestamente influenciada por la soberbia Rossetta, de los hermanos Dardenne, no se atreve a profundizar aquello que sugiere.
Luego de seguir a la protagonista en su deambular sin dirección, de exponer el modo desafortunado de comunicarse con los demás: las discusiones con una madre que no está interesada en atender o cuidar de ella, con una hermana pequeña cuyo modo de relacionarse es en base a insultos, y con los jóvenes de su misma edad, con quienes se muestra hostil, recibiendo como respuesta nada más que rechazos, y de mostrar cómo practica unos incipientes pasos de hip-hop, única actividad que parece despertar interés en ella, la realizadora dirige su atención a la iniciación sexual de Mia, y a la forma en que procura evitar ser enviada a un internado por su madre.