martes, 2 de febrero de 2010

Krapp, la última cinta magnética - Teatro San Martín, 23 de enero de 2010

Un escritorio lleno de cajas. Un viejo magnetófono. Una silla. Un haz de luz mortecina cae sobre el escritorio. El resto es oscuridad.
A semejanza de Fin de partida, en Krapp, la última cinta magnética, el espacio es un espacio cerrado.
Krapp es un anciano de aspecto desaliñado y andar trabajoso que, treinta años después, se dispone a escuchar su propio relato registrado en una cinta magnética de sucesos acaecidos en tiempos pasados.
La memoria es fragmentaria, frágil. Los momentos son fugaces, efímeros. La voz grabada es un vano intento de retener lo inaprensible.
Krapp tiene una mirada cínica al oírse cuando tenía treinta y nueve años. Su personalidad está escindida. El yo partido. Existe una imposibilidad de reconocerse, un extrañamiento de sí mismo.
Solo consigue interesarse en su discurso, rescatar del olvido, unos pocos recuerdos de un antiguo amor: "Me acosté junto a ella, con mi cara contra sus senos y mi mano sobre ella. Estábamos allí, tendidos, sin movernos. Pero debajo de nosotros todo se movía y nos movía, suavemente, de arriba abajo y de un lado a otro".
La soledad. El vacío existencial. Lo que queda cuando se pierde la posibilidad de la dicha es la espera agónica de un desenlace que no llega.
"Quizá mis mejores años han pasado. Cuando existía alguna probabilidad de ser feliz. Pero ya no querría vivirlos otra vez. Y menos ahora que tengo este fuego en mí. No querría vivirlos otra vez".
Krapp, la última cinta magnética, es una obra compleja, de pocas palabras, cargada de silencios.
Sin quitar mérito a la composición de Walter Santa Ana, no logró entusiasmarme.
En Krapp, la última cinta magnética, como en su obra toda, Samuel Beckett propone un universo de desasosiego. La degradación por el transcurso del tiempo del hombre condenado a no trascender.

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