Entre los días 11 y 22 de abril tuvo lugar una nueva edición, la número 14, del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, que continúa apostando por la pluralidad, recibiendo un masivo apoyo del público y demostrando que existe un sostenido interés por el cine producido por fuera de la gran industria.
Un cine que no consista en un mero entretenimiento, aunque también pueda tener ese carácter, sino que sea un reflejo más fiel de lo cotidiano, donde las escenas sean susceptibles de seguir el ritmo natural de las cosas y no por eso sea acusado de lento y aburrido, en el que las vertiginosas, repetidas, inverosímiles imágenes que solo persiguen lograr un impacto, en consecuencia fugaz, y al mismo tiempo, anestesiar, embotar, atontar, sean reemplazadas por otras hábiles para sugerir, imaginar, reflexionar, cuestionar, y no simplemente estallar ante nuestros ojos.
En esta oportunidad, asistí a la proyección de dos largometrajes: uno de origen francés, llamado L'âge atomique, y el restante de Corea del Sur, de nombre Stateless Things. Ambas realizaciones tienen en común: un tema un tanto recurrente, consistente en las dificultades de adaptación de los jóvenes en un medio urbano, cierta morosidad narrativa, y significativos aciertos en el aspecto formal, en particular en la dimensión simbólica de las secuencias desarrolladas escenarios antagónicos: los espacios abiertos (el trayecto en tren en el principio y la incursión por el bosque en el final en L'âge atomique; el recorrido en moto por la autopista en el inicio y la caminata que anuncia el fin en Stateless Things) y cerrados (la disco en L'âge atomique; el karaoke y el lujoso piso en Stateless Things).
L'âge atomique, de Héléne Klotz
Victor (Eliott Paquet) y Rainer (Dominik Wojcik) son dos jóvenes que viajan en tren rumbo a la noche de Paris.
Encarnan los caracteres atemporales de la juventud: vitalidad, ímpetu, romanticismo, desborde emocional, sensación de vacío, una apariencia de invulnerabilidad que se conjuga con una suma fragilidad.
La película procura hacer un retrato de los personajes, mientras los sigue en su derrotero de rock, poesía, alcohol y bebidas energizantes, revelando sus deseos insatisfechos, sus incertidumbres, la ambigüedad sexual, las diferencias de clase expuestas en una discusión a la salida de un boliche.
A la ciudad, mostrada como amenazante e inhospitalaria, se opone un fantasmal bosque en el que los protagonistas ingresan al tomar un atajo de regreso a casa, y por el cual avanzan extraviados, a modo de metáfora de la desorientación y la ausencia de señales claras propias de la tardía adolescencia.
Stateless Things, de Kim Myung-mook
Joon (Lee Paul), un joven norcoreano ilegal, ocupado en trabajar en una estación de servicios y en repartir panfletos por la calle, al salir en defensa de una compañera china que es acosada por el jefe de ambos, se produce una violenta pelea, y se ven en la obligación de escapar. Una vez sin empleo, Joon termina prostituyéndose.
Hyun (Yeom Hyun-joon) es un muchacho que lleva una vida acomodada junto a un ejecutivo casado que lo mantiene, viviendo en un moderno departamento cercano a los edificios gubernamentales, con vista a la otra gran protagonista, una ilusoria, despiadada, inalcanzable ciudad de Seul.
Después de una hora y media de metraje, mientras la cámara sigue a Joon en una caminata al alba por la ciudad desierta, aparece en pantalla el nombre del filme anunciando la escena final, donde ambos personajes, vinculados vía internet, cometen un intento de suicidio para, más tarde, fundirse y renacer en la espectral ciudad.
El tópico es el maltrato, el abuso que sufren los que se encuentran en una situación de precariedad laboral por su condición de jóvenes o extranjeros indocumentados.
Un cine que no consista en un mero entretenimiento, aunque también pueda tener ese carácter, sino que sea un reflejo más fiel de lo cotidiano, donde las escenas sean susceptibles de seguir el ritmo natural de las cosas y no por eso sea acusado de lento y aburrido, en el que las vertiginosas, repetidas, inverosímiles imágenes que solo persiguen lograr un impacto, en consecuencia fugaz, y al mismo tiempo, anestesiar, embotar, atontar, sean reemplazadas por otras hábiles para sugerir, imaginar, reflexionar, cuestionar, y no simplemente estallar ante nuestros ojos.
En esta oportunidad, asistí a la proyección de dos largometrajes: uno de origen francés, llamado L'âge atomique, y el restante de Corea del Sur, de nombre Stateless Things. Ambas realizaciones tienen en común: un tema un tanto recurrente, consistente en las dificultades de adaptación de los jóvenes en un medio urbano, cierta morosidad narrativa, y significativos aciertos en el aspecto formal, en particular en la dimensión simbólica de las secuencias desarrolladas escenarios antagónicos: los espacios abiertos (el trayecto en tren en el principio y la incursión por el bosque en el final en L'âge atomique; el recorrido en moto por la autopista en el inicio y la caminata que anuncia el fin en Stateless Things) y cerrados (la disco en L'âge atomique; el karaoke y el lujoso piso en Stateless Things).
L'âge atomique, de Héléne Klotz
Victor (Eliott Paquet) y Rainer (Dominik Wojcik) son dos jóvenes que viajan en tren rumbo a la noche de Paris.
Encarnan los caracteres atemporales de la juventud: vitalidad, ímpetu, romanticismo, desborde emocional, sensación de vacío, una apariencia de invulnerabilidad que se conjuga con una suma fragilidad.
La película procura hacer un retrato de los personajes, mientras los sigue en su derrotero de rock, poesía, alcohol y bebidas energizantes, revelando sus deseos insatisfechos, sus incertidumbres, la ambigüedad sexual, las diferencias de clase expuestas en una discusión a la salida de un boliche.
A la ciudad, mostrada como amenazante e inhospitalaria, se opone un fantasmal bosque en el que los protagonistas ingresan al tomar un atajo de regreso a casa, y por el cual avanzan extraviados, a modo de metáfora de la desorientación y la ausencia de señales claras propias de la tardía adolescencia.
Stateless Things, de Kim Myung-mook
Joon (Lee Paul), un joven norcoreano ilegal, ocupado en trabajar en una estación de servicios y en repartir panfletos por la calle, al salir en defensa de una compañera china que es acosada por el jefe de ambos, se produce una violenta pelea, y se ven en la obligación de escapar. Una vez sin empleo, Joon termina prostituyéndose.
Hyun (Yeom Hyun-joon) es un muchacho que lleva una vida acomodada junto a un ejecutivo casado que lo mantiene, viviendo en un moderno departamento cercano a los edificios gubernamentales, con vista a la otra gran protagonista, una ilusoria, despiadada, inalcanzable ciudad de Seul.
Después de una hora y media de metraje, mientras la cámara sigue a Joon en una caminata al alba por la ciudad desierta, aparece en pantalla el nombre del filme anunciando la escena final, donde ambos personajes, vinculados vía internet, cometen un intento de suicidio para, más tarde, fundirse y renacer en la espectral ciudad.
El tópico es el maltrato, el abuso que sufren los que se encuentran en una situación de precariedad laboral por su condición de jóvenes o extranjeros indocumentados.
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