sábado, 8 de mayo de 2021

La hija de un ladrón (2019), de Belén Funes


No es la Barcelona de la Sagrada Familia, la plaza Real o el Edificio Fórum...
Sara (Greta Fernández) tiene veintidós, es sorda de un oído, madre de un inocente/demandante bebé de seis meses, hermana al cuidado de un niño lisiado, hija de Manuel (Eduard Fernández), un ladrón recién excarcelado que reaparece en su vida para echar a perder la relación padre-hija una vez más, y separada de Dani (Àlex Monner), el padre de la niña, que la rechaza. Demasiado peso para los jóvenes hombros de la pobre Sara.
Un gran mérito de la realizadora es hacer creíbles protagonista e historia: si la pretensión al filmar es contar cosas que le pasan a personas reales, que tienen sentimientos y un montón de necesidades, es indispensable dotar a tus personajes y escenas de una verosimilitud casi documental, y Belén Funes logra salir airosa de semejante desafío.
En la misma dirección, una mención especial para Greta Fernández por su espléndida composición de una (anti)heroína de aparente debilidad; mas una fragilidad que no sabe de flaquezas; consciente de que todo está mal y se va a poner peor, pero decidida a no bajar los brazos pase lo que pase.
Es el sistema económico imperante, mayoritariamente aceptado en Occidente.
Aún la Europa pudiente admite un orden que produce desechos humanos.
Y la clase media no es ajena a ese contexto económico y social.
En los países en los que sus gobiernos cuentan con menos recursos para dedicar a la asistencia social, la clase media es una especie en vías de extinción.
En un mundo de carencias, apremios, escasez, en un estado de emergencia permanente, todos están expuestos, todos son vulnerables, todos son potenciales víctimas.
Entonces, solo resta sobrevivir.

Dos películas estrenadas en 2019, Adiós (Paco Cabezas) y La hija de un ladrón (Belén Funes), despertaron mi interés en una renovada actualidad del cine proveniente de la península Ibérica (al menos pre-pandemia).
En 2014, La isla mínima (Alberto Rodríguez) había anticipado el auspicioso momento.
Tanto el filme de Alberto Rodríguez, como los de Paco Cabezas y Belén Funes tienen una frescura, una fidelidad y una fuerza, extrañas al cine holywoodense actual; más próximos a lo último visto en el cine europeo de origen alemán o nórdico, pero incorporando un predominante contenido político y social que lo distingue en relación a las producciones de esas locaciones.

En un mundo viciado, corrompido, inescrupuloso... donde los los gobiernos renunciaron a cumplir las funciones propias de un Estado social y democrático de derecho; y el resultado son instituciones débiles, incapaces de garantizar la seguridad de la población, el resultado es una guerra de pobres contra pobres, donde todos salen lastimados.
Apenas se puede arreglar un poco las cosas, lavar las heridas y seguir adelante.

El telón de fondo es la España post-Franco.
El dictador Francisco Franco pasó a retiro, pero dejó un pesado lastre.
El clima está enrarecido y el tiempo apremia ("-La cosecha empieza pronto y no podemos perderla.
Suficiente revuelo tenemos ya con la huelga-".).
Del sospechoso de la desaparición de las dos hermanas adolescentes solo se sabe que "-olía bien, a perfume caro, y tenía las manos muy finas-".
Los protagonistas de La isla mínima, Juan Robles (Javier Gutiérrez) y Pedro Suárez (Raúl Arévalo), son dos policías forzados a colaborar uno con otro para descubrir a los autores de un crimen que nadie da muestras de estar muy empeñado en resolver.
Frente al democrático, inflexible, huraño, ensimismado, desconfiado Pedro ("-Andrés está metido en todo. Alguien les está avisando. Todo el pueblo fuma tabaco americano y no hay ni un barco que tenga una colilla-"; está un fascita, maduro y contemplativo, Juan ("-¿De algo hay que vivir entre cosecha y cosecha, no?-"), saboreando ávidamente los (últimos) placeres terrenales (la comida, las prostitutas, permitiéndose una demostración de afecto con su colega, "su amigo").

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